El matrimonio es un pacto (es decir, una promesa interpersonal sagrada para toda la vida) entre un hombre y una mujer. Está dirigida al bien de la pareja y a la procreación y educación de sus hijos.
Como signo del amor de Dios por nosotros, el don del matrimonio ha sido elevado por Cristo para convertirse en un sacramento, un signo físico de una realidad espiritual. Al igual que el amor de Dios, el matrimonio es un don pleno y sin reservas, dado gratuitamente, vivido fielmente y abierto a la fecundidad de una vida nueva. Porque el vínculo del matrimonio es una imagen del amor de Dios, un amor que no tiene fin, es un vínculo que no se puede romper.
Como todas las vocaciones, el matrimonio cristiano no es una forma de vida fácil, sino un largo camino hacia la santificación. Esto se debe a que todas las vocaciones son una invitación al discipulado, a tomar nuestra cruz y seguir a Cristo. En la cruz Cristo nos mostró que el amor busca dar incluso cuando duele. El amor exige sacrificio propio. Las parejas casadas que han llegado juntas a la vejez testificarán que los momentos de deleite nunca se ganan sin un poco de dolor y sacrificio personal. Pero de la misma manera que Jesucristo nos mostró que el amor demostrado en la perseverancia fiel y el sacrificio personal le trajo gloria, es el amor ganado a través de entregarnos pacientemente a nuestro cónyuge y familia que encontramos la recompensa más grande de la vida.